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Convergència Democràtica, Unió Democràtica y Esquerra Republicana de Catalunya han alcanzado un acuerdo para presentar el próximo día veintitrés una declaración de soberanía, el primer paso para el nacimiento de una nación, una ocurrencia con precedentes. Aprovechando la crisis y dos gobiernos débiles, uno en Madrid y el otro en Barcelona, tratan de precipitar a Cataluña por un barranco que sólo puede estar empedrado por el despiste y que se alimenta de la inconsciencia de unos y la tibieza de otros. Tres mentiras consagran un documento anacrónico y absurdo que entretiene a los más despistados y no ahorra en excentricidades tan vanas como elocuentes. Una forma de mirar para otro lado y evitar las verdaderas preocupaciones de los catalanes: el empleo, la prosperidad, los servicios públicos. Señalar, como primera mentira, que este documento es el resultado del fracaso del encaje de Cataluña en el estado español es, sin duda, desconocer la historia y la capacidad de la Constitución para albergar consensos que sólo un grupo de extravagantes pretende negar. El segundo embuste es resaltar que de diversas formas el pueblo de Cataluña ha expresado su voluntad de superar la situación. De esta manera –y aquí redactan la principal bola-, las elecciones han confirmado el mandato para la constitución de un nuevo estado. Por eso, mentira tercera, se muestran capaces de señalar la legitimidad democrática de una consulta, como si la decisión de una de las partes, cuando su escisión destruye el todo, fuera, eso, legítima. Menos mal que en los últimos párrafos reconocen la necesidad de legalidad en el proceso, a todas luces iniciado de espaldas a la norma, así como que se utilizarán todos los instrumentos legales existentes. Eso lleva el documento y el proceso, como se sabe, a la melancolía. Cataluña es más que una nación: es una región de España. En este sentido, peor que un documento estrafalario asistimos a la tibieza de los otros. Y la tibieza, de verdad, conlleva una mayor irresponsabilidad, tanto la de los extraños, como la que más me duele… la de los propios.